La Inquisición, institución instaurada por la Iglesia Católica para erradicar la herejía, tuvo como consecuencia más devastadora la creación de una cultura del terror. Esta estrategia buscaba no solo imponer la doctrina religiosa, sino sembrar un miedo generalizado que servía como herramienta de control social. En lugar de centrarse en el bienestar espiritual de los acusados, la Inquisición utilizaba el miedo y la represión para mantener el orden, considerando el terror como una «buena acción» para el bien público, según Francisco Peña en 1578. Los métodos empleados para infundir este pavor eran variados y brutales. Los tormentos tradicionales se complementaban con innovaciones en la tortura, como la garrucha y el potro.
“En pocas palabras, ya que la Iglesia Católica Romana se ha negado a someterse a la autoridad de la Palabra de Dios y aceptar el Evangelio de la justificación enseñado en las Escrituras, se ha diferenciado del verdadero cuerpo de Cristo. Es una forma falsa y engañosa del cristianismo”. John MacArthur
La liberación de una cultura del terror
La peor consecuencia de la existencia de la Inquisición fue la creación de una cultura del temor que apelaba a Cristo para su ejecución omnicomprensiva. No quedan dudas de que los fieles siervos de la iglesia católica deseaban sembrar el terror. En 1578, Francisco Peña dejó constancia de que «hay que recordar que la finalidad primera de los procesos y de la condena a muerte no es salvar el alma del acusado, sino procurar el bien público y aterrorizar a la gente… no hay ninguna duda de que instruir y aterrorizar a la gente con la proclamación de las sentencias, la imposición de los sambenitos sea una buena acción». La iglesia católica no buscaba el bien espiritual de la víctima, sino utilizar la Inquisición para difundir el terror entre las masas, un terror que se consideraba una buena acción.
Los medios con los que la Inquisición lograba infundir ese terrible pavor fueron diversos. A los tormentos habituales, los inquisidores gustaban de añadir otros nuevos, que también generaron súplicas de las distintas cortes españolas. Las cortes aragonesas, catalanas y castellanas solicitaron al rey que se abstuviera de introducir innovaciones en el arte de torturar. Lo que suplicaban los procuradores era que los acusados pudieran conocer quién había testificado en su contra. Ejemplos de los métodos de tortura fueron la garrucha y el potro. La garrucha era una polea que servía para mover una cuerda con que se ataban las muñecas de la víctima; el interrogado era levantado hasta una cierta altura, desde la que se le dejaba caer de golpe o en sacudidas. El potro era un caballete sobre el que se ataba al interrogado con unas cuerdas a las que se daba vueltas para que se hundieran en la carne. Los inquisidores dosificaban la tortura de los interrogados y, ocasionalmente, contaban con médicos para que examinaran el estado de las víctimas. Sin embargo, la finalidad no era causar daño al interrogado, sino asegurarse de que pudiera soportar el tormento para arrancarle la deseada confesión.
Cabe aclarar que las torturas de la Inquisición no se aplicaron a todos por igual. Protestantes, criptojudíos, alumbrados fueron torturados de manera sistemática y, de forma reveladora, en el reino de Aragón esa sistematicidad se aplicó también a los sospechosos de homosexualidad o zoofilia. Sin embargo, el tormento nunca se aplicaba a los sacerdotes solicitantes, o sea, aquellos que se habían valido del confesionario para intentar obtener favores sexuales de sus penitentes. Las condenas a muerte, además, volvieron a experimentar un incremento en tres épocas muy concretas: cuando Felipe II decidió exterminar a los protestantes españoles, cuando en la Corona de Aragón se desató una oleada represiva contra homosexuales y zoófilos, y cuando tuvo lugar una verdadera cacería del converso procedente del judaísmo después de la caída del conde-duque de Olivares. En otras palabras, la Inquisición redujo las condenas a muerte cuando estimó que el objeto de su ira había sido completamente exterminado y no vaciló en volver a multiplicarlas cuando llegó a la conclusión de que existía un nuevo segmento de la población que debía ser aniquilado; por ejemplo, en el siglo XVIII se siguieron pronunciado penas de muerte, e incluso en el siglo XIX el último ajusticiado, Cayetano Ripoll, fue ejecutado solo por ser protestante.
Lo que causaba pavor en la Inquisición no era aquello en lo que coincidía con la justicia civil, sino aquellos aspectos en que superaba ampliamente a esta; no obstante, la Santa Sede confirmó el odioso procedimiento y volvió a hacerlo en el futuro.
La liberación de una cultura de la delación
La delación, es decir, la acusación de sospechosos, generalmente secreta y no pocas veces falsa, fue animada de manera explícita por la Inquisición que no solo la calificó como obra santa y merecedora de indulgencias, sino como garantía de la salvación eterna. Nacional-socialistas o comunistas podían prometer recompensas materiales o reconocimiento social, como, por otra parte, también lo hizo la Inquisición, pero nunca osaron garantizar el paraíso a los que colaboraban en la delación. Los testigos falsos, a pesar de la enorme gravedad de la acción, no eran castigados y no lo eran porque constituían parte fundamental de un engranaje que perseguía provocar el pánico. Por ejemplo, en Valencia, de 1478 a 1530, solo hubo 12 absoluciones entre 1862 sentencias conocidas.
Por añadidura, la Inquisición no solo era capaz de causar la ruina de alguien cuyo delito era no someterse a los dictados de la iglesia católica o que incluso podía ser inocente, sino que podía extender la infamia a los descendientes del condenado causando su desgracia perpetua. Los métodos para perpetuar la infamia eran, en primer lugar, la penitencia pública vinculada al uso de sambenitos que se colocaban en los templos para que la comunidad fuera más que consciente de que la familia había quedado infamada.
En segundo lugar estaba la inhabilitación que afectaba a los descendientes de los condenados a muerte o prisión perpetua tras su reconciliación con la iglesia católica. Al igual que los condenados, no podían ir a las Indias; practicar ocupaciones como la medicina, la carnicería o el corretaje en ferias; lucir vestidos de seda y joyas; llevar armas o montar en una mula; ejercer funciones públicas o entrar en una orden religiosa. Los nacional-socialistas alemanes intentaron recuperar a hijos de comunistas o socialistas e incluso en la Unión Soviética existía esperanza para los hijos de los acusados de ser «enemigos del pueblo». No existía tal posibilidad en la Europa de la Inquisición, y menos en España, ya que la infamia pasaba de generación en generación sin tener en cuenta la inocencia. De esa manera, la Inquisición contribuyó a crear un verdadero apartheid en el que, por una parte, se hallaban los cristianos viejos y, por otra, buena parte de los cristianos nuevos ya condenados para siempre a arrastrar la marca de la infamia inquisitorial. A lo anterior se sumaba el poder absoluto del que disponía la Inquisición para arruinar económicamente al reo y a sus descendientes. Una condena como la del destierro implicaba la miseria de familias que se veían apartadas de sus medios habituales de vida, a lo que se añadían las multas y confiscaciones de bienes que llenaban las arcas de la Inquisición.
Además, no se trataba solo de quemar libros y personas, sino de que en las horripilantes ceremonias se aprendiera el miedo o se participara bajo el sonido de los himnos religiosos y el espectáculo terrible de las antorchas y las llamas. Así, se tenía capacidad no solo para torturar y matar, no solo para detener sin garantías y para dejar libre de castigo a los falsos, no solo para incitar a la delación y prometer la salvación, sino también para arruinar e infamar a los descendientes, un poder absolutamente pavoroso que creó lo que el historiador francés Bartolomé Bennassar denominó como «memoria de la vergüenza».
Lo más grave de la Inquisición fue la manera en que modeló la mentalidad de naciones como España y sus colonias. La docilidad ante el terror, el gusto por la delación, las garantías ofrecidas a los denunciantes, la inflamación de los descendientes de los odiados, la ruina de los «disidentes» o la «memoria de la infamia» son conductas que se repetirían a lo largo de los siglos, e incluso siguen en el alma nacional. No es una sorpresa ya que, gracias a la iglesia católica, durante siglos fueron consideradas conductas meritorias que no solo eran susceptibles de proporcionar recompensas materiales y sociales, sino también de garantizar salvación eterna.
Cuando se tiene en cuenta estos factores no resulta tan difícil comprender por qué el fascismo nació en una nación católica y fue copiado en otras naciones o regiones con ese trasfondo católico, porque los modelos autoritarios han sido tan persistentemente comunes en Hispanoamérica y porque, sin embargo ni el fascismo ni el comunismo llegaron al poder en naciones como las escandinavas, Gran Bretaña, Canadá o los Estados Unidos. La Reforma, al extirpar de su territorio a una institución como la Inquisición, había librado a muchas naciones de una cultura política basada en el terror y la delación.
Últimas palabras
En lugar de fomentar una cultura de miedo, el cristianismo verdadero debe promover esperanza, paz y reconciliación. La Inquisición ilustra los peligros de distorsionar la fe para fines políticos y personales, y subraya la necesidad de arrepentimiento y transformación en las instituciones religiosas. La Reforma protestante, al rechazar la Inquisición, permitió reorientar la práctica cristiana hacia los principios del evangelio y establecer sociedades más justas y democráticas. Hoy en día, los cristianos deben aprender de los errores del pasado y esforzarse por construir comunidades basadas en justicia, verdad y amor. La historia de la Inquisición nos recuerda que la verdadera misión cristiana es vivir en paz y extender la gracia divina, en lugar de perpetuar la opresión y el miedo.
Fuente
César Vidal; El legado de la Reforma. Una herencia para el futuro; editorial Jucum; 2016; pp. 301 - 305
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